martes, 14 de agosto de 2007

notas de un náufrago (1)

Comienzo estas notas cruzando el Atlántico con un vaso de vino, un vaso de plástico, bebiendo en un vaso de plástico vino de una botella pequeña, de un cuarto de litro o así, de esas que sirven en los aviones, vino tinto, de Cuenca creo, vino tinto en un vaso de plástico marca Coca-Cola, vino tinto y paella, paellita caliente, que me recuerda la paellita caliente que comíamos los domingos al amanecer en el bar de la playa. Estoy sobrevolando el Océano Atlántico y soy un naufrago en vuelo de Iberia con sillones estrechos, con un tipo de dos metros de alto, argentino, supongo, con la camisa de la selección argentina, durmiendo a pierna suelta con un pie estirado hacia el pasillo y el otro encogido contra el sillón delantero, sin despertarse para comer paellita caliente y vino tinto en vaso de plástico marca Coca-Cola. Estoy sobrevolando el Atlántico camino de un país que no conozco, camino de una inmensa ciudad que no conozco, y siento nuevamente la sensación del naufragio cotidiano. He tomado la decisión casi sin pensar, después de leer la nota de mi padre ya muerto, después del tedioso entierro con misa de cuerpo presente, con los llantos de mis tías, con mi hermano triste, con el sol fuertemente en lo alto del cielo despejado sobre el camino que lleva al cementerio y que subimos a pie, con mis tías llorando y mi hermano con la chaqueta negra que era de mi padre, los vaqueros rotos y las zapatillas negras (no tiene zapatos, mi hermano), apoyado en la parte trasera del coche fúnebre lleno de coronas de flores de sus hijos, de sus hermanas, del club de ajedrez, del periódico, del bar de mi hermano, que camina y llora solo y en silencio, apoyado en la parte trasera del coche fúnebre que avanza lento cuesta arriba por el camino que sube al cementerio, con el sol pegando cada vez más fuerte.
Tomé la decisión después de leer la nota que mi padre había escrito detrás de la fotografía en blanco y negro, que siempre había estado en el mueble de la sala donde veíamos la televisión, de mediano tamaño, con mi padre joven, con gafas oscuras redondas y una gratificante sonrisa, junto a dos hombres jóvenes, uno serio con barba corta negra y guayabera blanca, el otro sonriendo también, flaco, huesudo, con unas gafas redondas de pasta y una pequeña bufanda de cuadros cubriendo su cuello, dos hombres y una mujer, mi madre joven también, con un pañuelo de seda color malva sobre los hombros, sonriente también, luminosa, con su grandioso lunar de bolero en la mejilla y una tremenda expresión de felicidad. Tome la decisión casi sin meditarlo, después del entierro bajo el sol pegando fuerte, después de que tapiaran con tres golpes secos el nicho donde enterramos a mi padre, el mismo nicho donde años atrás habían enterrado a mi madre, en el mismo cementerio en el que habían ido enterrando a toda la familia desde quien sabe cuándo… Tome la decisión cuando mi hermano, con la chaqueta y las zapatillas de deporte negras, me entregó el sobre amarillo que mi padre nos había dejado a los dos. “Ábrelo tú”, me dijo, al tiempo que lo sacaba del bolsillo interior de la chaqueta negra que fue de mi padre, “me lo entregó antes de ir al hospital, y me dijo que la abriésemos si no salía de ésta”. Tomé ahí la decisión, sentados en la mesa junto a la ventana del fondo del bar de la playa, oliendo a paellita caliente, tomando una cerveza, una cerveza bien fría, abrí el sobre amarillo junto a mi hermano, que tomaba también una jarra de cerveza fría, y saqué la fotografía en blanco y negro que siempre había estado en la sala de la televisión y leí la nota escrita por mi padre en voz alta, con mi hermano triste frente a mí mirándome de frente, con el sol cayendo al fondo de la isla y la luna anaranjada en lo alto como un foco que alumbraba nuestra tristeza.
El sol me persigue, corre contra el tiempo que no existe y entonces me doy cuenta que son doce horas de vuelo, que sólo llevamos cuatro horas de vuelo, que tengo ganas de mear, que el argentino de dos metros con la camiseta de la selección argentina sigue durmiendo a pierna suelta y que tendré que esperar un rato más. El sol me persigue, corre contra el tiempo que no existe, y pienso que en realidad tomé la decisión más por mí que por la nota de mi padre detrás de la fotografía. Que tomé la decisión por que soy un náufrago, un contemplador del tiempo que pasa y que no existe. Tomé la decisión porque no tenía nada, porque no era sino un náufrago que cada tarde se asomaba a la cornisa para observar la vida de la ciudad tumbada a sus pies, para ver la vida de las personas y luego contarla en una novela que conseguía algún premio o era alabada por la crítica, en los artículos de prensa de domingo en el que siempre salían mujeres hermosas y sensuales, y que según el director del periódico tenían mucho éxito entre los lectores. Un náufrago que dormía en el colchón de un poeta muerto, en un pequeño apartamento casi sin muebles y repleto de libros que contaban historia de otros, con cajas de cartón llenas de ejemplares de mis novelas premiadas por contar historias de otros. Ahora soy un náufrago, pienso, más allá de Ciudad Alta, más allá del ventanal inmenso del apartamento alquilado desde donde puedo observar la ciudad y los muelles, más allá de la raya diminuta de la isla, más allá de las mágicas cifras de la noche y del ritual de fiesta y paellita caliente en el bar de la playa en cada madrugada de domingo. Un náufrago más allá de mí mismo, con el sol persiguiéndome atrás casi diminuto, un náufrago en medio del Atlántico, camino de una ciudad desconocida, camino no sé bien de qué, en busca de dos desconocidos que había visto en la fotografía en blanco y negro de la sala de televisión, buscando una respuesta sin saber bien la pregunta, tal vez en busca de ser capaz de contar mi propia historia, ¿en qué lugar me asomaré para observarme a mí? Tal vez el mundo no sea la isla, la ciudad tendida debajo de mi, la playa de la isla, ni el bar de la playa con olor a paellita caliente, ni los premios por contar las historias que otros me cuentan en las noches de alcohol camino de la nada, ni los exitosos artículos de prensa acompañados de la fotografía de mujeres hermosas y sensuales, me sigo sintiendo un naufrago que sale…
Sobre mi camisa terriblemente arrugada noto una mancha del vino tinto de Cuenca que acabo de terminar, y pienso que me conviene tomar otra botella de vino tinto de Cuenca en vaso de plástico marca Coca-Cola, y pienso cuando miro el reloj que sólo han pasado cinco horas, que sigo teniendo ganas de mear y que, por fin, el argentino de dos metros se acaba de despertar, así que aprovecho para salir al baño del avión y estirar un poco las piernas. Siento un alivio enorme al terminar de orinar y decido no sentarme hasta dentro de un rato, paseando cerca de mi asiento para que el argentino de dos metros se de cuenta que no me he cambiado de sitio y que en cualquier momento volveré a sentarme en mi estrecho asiento. Aprovecho para estirarme a gusto y para observar con detenimiento, siempre estoy observando, los rostros que se dibujan levemente en la oscuridad del avión, en los rostros dormidos e incómodos por la estrechez de los asientos del avión. Pasado un rato decido sentarme otra vez (el argentino de dos metros sigue despierto y me mira insistentemente para que vuelva a mi sitio y pueda seguir con su incómodo sueño transatlántico) e intento quedarme dormido…
Retomo estas notas en el desayuno del avión, desayuno made in iberia, seco, asqueroso, con una café aguado, un café solo sin azúcar que me despeja lentamente y que bebo rápidamente y me deja con las ganas de tomar algo más de café. Me dispongo a llamar a la azafata española para que sirva más café y la veo dirigirse de forma poco amable a un pasajero que parece mexicano, no lleva la camiseta de la selección pero intuyo el acento y sus facciones, que pide más café, y pienso que hay muchas formas de explicarse, que mi padre nunca nos explicó ni a mi hermano ni a mí, que tal vez esa explicación esté en este viaje, en la nota detrás de la fotografía en blanco y negro, pero que esta puede que no fuese la mejor manera de explicarse, de explicarnos, después de muerto, con una nota breve y una dirección detrás de la fotografía en blanco y negro, que tuvo que explicarse antes, que hay muchas formas de explicarse y que ésta explicación lo merecía todo, aunque si no llega a ser por esta explicación, por esta nota y esta dirección detrás de la fotografía en blanco y negro, yo no estaría haciendo este viaje que inicié casi sin pensarlo, en un arranque, casi de inmediato, le di un beso a mi hermano, le dije que lo llamaría, apuré la cerveza fría y pagué la cuenta, salí del bar de la playa, cogí un taxi que me llevó al periódico, le comuniqué al director que me iba por un tiempo, que le mandaría mis artículos por correo electrónico, fui hasta mi apartamento, me duché con agua fría, excitado hice la maleta con pocas cosas, llamé a un taxi que me llevó hasta el aeropuerto, saqué un billete (el avión salía al cabo de unas horas) y fui a la cafetería a tomar un bocadillo por el que me cobraron una barbaridad. Ahora lo sé, mi padre se explicó así para que hiciese este viaje contra el tiempo, con el sol absurdo persiguiéndome… Pido ahora una nueva taza de café aguado made in iberia, las luces se han encendido, el argentino de dos metros sigue dormido ahora con los pies encogidos contra el asiento delantero, y me doy cuenta que tenía que haber pedido el asiento del pasillo, porque ahora tenía ganas de refrescarme la cara, me resigno y saco una revista en la que han publicado un extracto de mi último libro y que tiene una reseña favorable de un crítico al que no conozco personalmente, y con el que he hablado un par de veces por teléfono desde el periódico, en su reseña se nota que sabe mucho de literatura, pero que no sabe nada del naufragio, ni de la isla. Leo su reseña con indiferencia y se escucha por la megafonía del avión que estamos descendiendo, abro la ventanilla y veo México Distrito Federal extendiéndose a nuestros pies, pienso que menos mal que no pedí el asiento del pasillo, y me vuelvo a sentir el náufrago que observa la ciudad a sus pies, una extraña sensación de entusiasmo aparece y mi mente queda en blanco, tarareando Manha de Carnaval de Astrud Gilberto.

lunes, 13 de agosto de 2007

imágenes (1)

Esta ausencia muerde la ciudad:
de una sola dentellada
pretende
abrirme en canal.



sábado, 11 de agosto de 2007

imágenes (8)

Asomado a la ventana
verde de mis tardes.

Duna, como distraída,
juega,
desentierra la caja de los vientos:

entre el aroma del limonar
respiro tus pensamientos.

lunes, 6 de agosto de 2007

ritual de fiesta

a Sonia

Con ausencias y presencias vine aquí,
al ritual nocturno de la fiesta
(que tú instauraste):

en la orilla, te zambulles
con la luz débil que se asoma
despacio todavía,
construyendo
el tiempo que perdiste hace años,
los años que ganaste con el tiempo.

Con ausencias y presencias vinimos aquí,
instauramos,
todos juntos -pero solos-,
entre el rumor del viento que acaricia,
el ritual nocturno de la noche:
canción atlántica que se despide
en amistad íntima con la isla
de las mágicas cifras de la fiesta.







domingo, 5 de agosto de 2007

reciclaje de ilusiones (5)

Eso que llaman isla,
es tiempo que pasa:
ausencia de ti.

sábado, 4 de agosto de 2007

reciclaje de ilusiones (8)

En las avenidas de tu cuerpo
anocheciendo,
me encuentro
una luz verde de taxi libre
que me lleva
a la cintura circular último piso,
la gente que fluye con sigilo,
ascensores que bajan y suben a tu sexo,
jadeos confidentes de deseo
y todos los versos que te escribo.

Microrrelato 1

Había bajado a la calle Juan Rejón, maldito nombre, a comprar la prensa de domingo. Caminó contrariado por la resaca, se detuvo frente al semáforo que está junto al mercado, al lado del puesto de flores amarillas, y recordó el aliento del beso húmedo de la noche de ella, el desconcierto de los gritos entre la música del bar, el dolor del puñetazo sobre su rostro, el sabor de la sangre derramada, el bullicio de la gente corriendo alrededor, la figura de aquel desconocido amenazante, la frialdad de hielo con la que se levantó, la mirada incrédula con la que observó… No recordaba como había llegado a su casa. Había bajado a la calle Juan Rejón, maldito nombre, a comprar la prensa del domingo, en la tienda de Rogelio y de Marina, compró Canarias 7, pagó sin decir nada y regresó. Se detuvo en el semáforo que está junto al mercado, junto al puesto de flores amarillas, abrió el periódico y leyó la noticia de la muerte a puñaladas de un muchacho en una pelea durante la noche en un bar. Agitado por la noticia, a duras penas, por la resaca, recordó el aliento húmedo del beso de ella, el desconcierto de los gritos entre la música del bar, el dolor del puñetazo sobre su rostro, el sabor de la sangre derramada, el bullicio de la gente corriendo alrededor, la figura de aquel desconocido amenazante, la frialdad de hielo con la que se levantó, la mirada incrédula con la que observó… Vomitó justo delante del puesto de flores amarillas, apoyado en el semáforo que está junto al mercado… Se sintió aliviado por el recuerdo, cruzó la calle Juan Rejón, maldito nombre, volvió a su casa ahora aliviado, a pesar de la resaca, a leer la prensa del domingo.

reciclaje de ilusiones (4)

Esta ciudad
lleva tu nombre.
Ahora esta ciudad
es memoria de tu nombre
también.
Larga memoria que nos pertenece
en el corto nombre
que sale de mi boca.


reciclaje de ilusiones (3)

Enterramos la tristeza
junto al árbol de luz.

En el patio, Matilde, sin tiempo,
dibuja
la luna árabe naranja,
lágrimas de estrellas de colores:

entre el aroma del nisperero
respiro tus pensamientos.







Reciclaje de Ilusiones (2)

Vuelvo sobre las orillas de las soledades,
y listo estoy
para la nada,
para el paseo diario por la autopista
de lunas que se expande
sobre la isla.

La casa en lo alto
de colores ocres y azules
se descubre como luz de un rostro.
La casa
es
una caja inmensa
de resonancias de risa
envuelta en el papel de seda.

Cada mañana recorro esa orilla cercana:
la orilla de tantas soledades, y
listo estoy
para lo cotidiano:
encontrarme el pañuelo de versos
de tu nombre
extendido,
poema mojado sobre el que descansa
el tiempo de la isla
sin prisa,
paseo diario
camino de la nada.

Y vuelvo sobre las orillas de las soledades,
listo estoy
para la nada,
para el paseo cotidiano por la autopista
con el sol rayando diminuto
sobre la isla.